Nueva crónica de Vicente Castilla donde nos acerca a la tradición cordobesa de la Cofradía del "Esparraguero". En estos tiempos tan tecnificados, nada como un aire fresco de las tradiciones populares centenarias y de cómo aún la misma pervive. Una excelente crónica de lo que supone ir a coger espárragos para ofrecerlo al Cristo del Esparraguero. En la primavera de 1963 del jueves santo, será la primera vez que sería costalero del Cristo de Gracia, “El Esparraguero”, cubriendo el puesto de mi hermano Diego “El Pichaca”. Como puede verse en la foto, a la izquierda un miembro de la hermandad, en el centro, el Hermano Mayor, D. Leocadio Martín Baena, en paz descanse, y yo a su derecha, con 20 años. Todos los años sacaba a mi Cristo, aunque me costase, recuerdo a principios de los 70 como estando destinado en San Sebastián, D. Leocadio solicito al Jefe de mi unidad que me diera un permiso especial para venir a sacar a mi Esparraguero, lo cual se lo agradeceré eternamente. A quién no sepa, el seudónimo de Esparraguero le viene por la centenaria tradición, de los esparragueros -aquellos hombres que recolectaban espárragos para comercializarlos- que vivían en el barrio del Jardín del Alpargate-, como ofrenda para que la cosecha fuese abundante. Como podeís ver en la foto, siempre se intentaba conseguir los espárragos más hermosos. La fotografía data de un jueves por la mañana, en la puerta del bar “Casa Genaro”. Desde la izquierda, Paquillo “El Fontanero”, “El Trujillo”, el que escribe, “El Copa”, tan elegante como siempre, “El Yoe” y por último, a la derecha Pepillo “El Negro”.
Esta tradición, siempre la quise hacer participe a mis hijos. Todavía recuerdo cuando mi segundo hijo, Marco, fue por primera a por los espárragos del Cristo. En la mañana lloviznaba, y mi mujer me dijo que no fuese, que aquella noche iba a llover. Aún así nos pusimos en camino. David, mi primogénito, ya conocía el duro día que le esperaba, Marco, con la inquietud que le caracteriza, estaba ansioso por llegar. Mientras andabámos, yo rezaba porque ningún dominguero hubiese dado con nuestro lugar secreto de donde se cogen los esparragueros que luego lucirá el Cristo. El camino se hizo corto, y al llegar al Arroyo de Rabanales, la lluvia primaveral hacía difícil cruzar el arroyo. Lo vadeamos y nos encaramos a la parilla de la cerca de Lagartijo, saltándola nos dirigimos a la desembocadura del Arroyo Ahoga-niños, en el delta que forman ambos arroyos. Allí, entre las zarzas, es donde nacen las esparragueras que dan los espárragos de tan inmenso tamaño, llegando alcanzar más de tres metros. La tarea no es nada fácil. Es fundamental llevar palo para abrirse camino. Y hacer un agujero para llegar al pie de la esparraguera. David tira del espárrago hasta sacarlo de raíz, con sumo cuidado para no romper la punta. Una vez, fuera se amarra a una caña, para transportarlo sin peligro de que se quebrante. Tuvimos suerte, ya que después de tres horas, conseguimos coger media docena de espárragos dignos de salir en procesión. Al volver, era muy complicado saltar de nuevo la cerca, así que decimos atravesar la finca entre el sembrado y la dehesa donde pastaban los toros, hasta salir por la portera del paso a nivel. La mañana había mejorado pero el sol empezaba a calentar. Yo me decía para mis adentros que haría buena noche. Salimos al camino de la campiñuela baja. Nos paramos para limpiarnos el barro de las botas en el pocito de Cabrillana. Enfilamos la calzada romana, desviándonos hacia la izquierda, por el camino de herradura que pasa entre la Huerta los Lirios y la Cerca de Lagartijo. David escudriñaba las esparragueras del camino, antes de llegar a la cantera de la Choza del Cojo, cuando se sobresaltó al ver un precioso lagarto celado, de vivos colores, que tomaba el sol junta a la pita en el pretil del boquerón del canal de riego. Aproveché lo que nos quedaba de camino para contarle a mis hijos una historia en un día de espárragos. Mi buen amigo Antonio de la Rubia Villalba “El Peluo”, “El Cócoro” Antonio Bueno “El Tormeta” y yo, a quién apodaban “El Moro”. A mis trece años, siendo yo el mayor de la charpa, nos encantaba juntarnos para ir al campo. Uno de esos días que entrábamos por el camino de la algodonera, llegamos al Puente romano del Arroyo de Pedroches. Allí recogimos a “El Sartén”, otro amigo que rondaría los doce u once años, como los demás, y que vivía debajo del puente. No puedo dejar pasar mencionaros a su padre, todo un personaje, un piconero de piel oscura, casi azulada, alto, escuálido pero de complexión fuerte. Que cada mañana iba con su mujer y su hijo mayor, a hacer picón a la Sierra montados sobre su pollino. “El Sartén” se quedaba en el huerto, que tenía su familia, en el margen derecho del Arroyo, en el tramo entre los dos puentes, el de Pedroches y el del Ferrocarril. En ese terreno tenía una choza con dos cabras y unas cuántas gallinas, con las que sobrevivir. Al invitarlo a ir a por espárragos con nosotros, entró al ojo del puente a por la paletilla y un huevo que absorbió al instante. Ya tomamos el camino que cruzaba el Molino de los ciegos, a unos 200 metros del Puente de Pedroches, allí tropezamos con el guarda de la finca Román-Pérez que llevaba un manojo de espárragos de ensueño: todos parejos, de unos 60 centímetros de altura, liados en una pleita de esparto, que apenas podía coger con su brazo. “El Sartén” sorprendido le preguntó si los iba a vender, a lo que el guarda le contestó que ojala fuesen para él, que eran para el señorito D. Gregorio García, que vivía en la Plaza Oribe, en “la Casa Encantada”. Ante la evidencia de que por aquella zona no habría nada que coger, nos fuimos a la campiñuela baja, y al pasar la parilla, ayudamos a “El Cócoro” a saltarla porque era bastante rellenito y no muy avispado. Con la sorpresa de que se movió una piedra y apareció una cu